El genio creativo forjado con el tesón de la carcoma entre Sísifo y Copérnico
no rima bello con el tunante, duende o demonio rampante
que hogaño funge de macaco nigromante o bululú desbocado
en equidad con la combustión de un efímero piragón con delirio de dragón.
Igual que no hay piélago sin botalón, ni telaraña sin teorema,
no hubiera obra elevada sin sudario, espanto y estigma
que propicie logro con metástasis, epinicio, trepolina y escarapela.
Lo demás quede en penitencia sin cilicio, Gorgona sin melena,
que busca asilo en la componenda capciosa del vicio en tropel,
hospicio de endriagos, trile y vodevil donde honrar la bragueta.
¿Es ascua o es antorcha? ¿cenital? ¿crepuscular?
¿astro boreal? ¿rastreador de Nínives? ¿pródigo panoli de lupanar?
Todo ello quizá y algo más, cuando la letanía se conjura en vendaval.
Samael, el arcángel de la tentación ancestral, logogrifo máximo,
al que la jocunda sogalinda -no el tritón- sucumbió, bucólica y complaciente,
la taimada culebra nos traficó en kundalini, para turistas, y para puristas, pitón,
donde acechaban hidras, quimeras, esfinges y otras criaturas sin aliciente.
Nos embelecó: ¡Porfía artista, porfía! ¡de la ucronía al pálpito!
¡del báratro a la aorta! ¡del fatuo culpar a la desvergonzada inocencia!