No hay ensalmo, ni fórmula magistral. que provea amnesia del muladar
en la retorta de la vanidad donde el grillo locuaz y giróvago
acosa al caimán pavisoso que madura en silencio retirarle el tuteo
y dar, de paso, pasaporte al petulante sin mediar execramento.
En esta tierra de ilotas que se toman por mirmidones inverecundos,
reinan a la par la quejumbre, el despapucho y la vanagloria,
se reprime todo impulso generoso, trábase pendencia por griales inmundos.
En el cubil del saurio discreto, empero, no valen ídolos ni hechiceros,
ni bufón de cascabel, ni sarcasmo, ni calumnia. No se da conversación,
no se especula. Se apresta al duelo. Se afila, entre vaharadas, el acero.
La disciplina de la contención, catequesis de la leyenda sin afán,
que no busca pero encuentra, que no precisa consigna o tradición,
que, paciente, aguarda en la bureta la embestida chirriante del Leviatán.
Fue un día de claroscuro y sulfuro, de fumarola y veleta inquieta,
cuando le sorprendió el apuro de la agnición en aquel tugurio.
Retó a Mercurio, y asumiendo su crisopeya, escabechó
y despeñó a todos -prometeos, viragos y tartufos- desde el cráter del plenilunio.
Cumplido así su destino, renunció a delfos y parnasos, musas y náyades salaces,
zambullose en su propio ombligo y fuese sin el rizo de una ola.