El incauto paladín, para Antea; el general de lidia para Judith.

Nos convocan al raque de los que desafían a los dioses tarde y mal;

del jinete astral, preso del ardid de la adúltera despechada,

y del asirio desgajado, del furor mefítico de la viuda lúbrica.

Del Nous a la espiroqueta, elucidario de antojos e impertinencias,

cuando en un renglón de silencio el anacoreta medita una voltereta

sin antífona ni fedatario... sin arancel ni licencia.

Heraldo de las buenas intenciones que el león cultiva sin apego

en los entresijos de su cabellera a la espera de que se libere Babilonia

de neones y panteones, de laberintos y cornucopias, de insidia y ego.

Frente a frente, el facundo demiurgo, maestro en pirología,

profanador de diademas espiritadas, el tímpano del eremita confunde

y sueña con extraviarlo con el soplo encendido de una elegía.

No obstante, en vez de tomar las afufas, el buen cátaro púsose

a acariciar el cáliz de la postergación y a remover el puchero de sus axiomas,

desafiando su terso colodrillo al titán desconcertado

por cuanto aún no convenía besar funesto el vacío ni su aorta prestar a bromas.

Congelada la escena en un afelio sin enmienda del asceta, a la postre,

secose la clepsidra, el fullero perdió la cifra y el flogisto quedó en borborigmo.