Anfión y tecnología elevan la puja superlativa de la fatua urbanidad,

congregación de siervos de los nuevos bárbaros,

mendigos de un bestiario verosímil, reos de un tiberio programado

entre eufemismos para alimentar la neurosis de la opulencia.

Conspicuidad del deseo, ostracismo del sentimiento,

marasmo ante el féretro, bacanal de Narcisos idiotas e higiene dental,

escalpelo de senos y tatuajes a modo de mortaja, vano testamento.

Rebeldes de cresta de peluquería que no soportan el peso de una legaña,

ni pisar la uva, ni estrujar la ubre tibia ebrio de bosta,

ni escuchar la sinfonía que salpica en la colodra en vez de ufanarse en la cizaña.

Dócil renuncia a ser uno y coacción a golpe de prosopopeya y sinestesia

en el embudo de la alteridad, cargamos con las frustraciones de otros

antes que con las naturales nuestras, que no osamos nombrar sin anestesia.

Tango para tullidos; ciclos de conferencias para sordos;

doctorado en funambulismo para ciegos; y para mudos, bozales de diseño.

La uva, sin semilla; el hombre, con babero; el perro, en el jacuzzi;

la mujer, a la gresca con su buen Falopio; y la razón, en la casa de empeño.

Del ocio hicimos tormento; del alimento, puro ornamento;

del Arte, aguas mayores; y de la vida, un historial médico.