De oficio principal, catador de primaveras, fui novicio
de singular pericia con las pieles de geranio y las areolas de allmendro.
Todo un Góngora de la caricia, Fénix del contramuslo,
doctor en vapores humanos y espasmos equinocciales.
Hieráticos violones y melancólicas mezzosopranos
fueron mis cómplices predilectos entre todas las flores que ahora brotan,
frente a una lápida, en el jardín que administran celosos mis gusanos.
Del aura al nervio, periplo del nautilo obseso en pos de la lucidez venérea,
en el novilunio de preferencia, aferrado a la cromosfera, derramarse
una y otra vez en el atolón de Palingenesia al son de la coral sidérea.
Así perdía yo el occipucio al resolver reyerta tan solidaria,
y despojado de amperios el intelecto y la maquinaria de mi persona,
gajes del clímax y su estiaje, veía el misterio de la comunión planetaria.
Y fui ungido caracola por la brisa espiral que disipa la bruma
tiznada de profetas y agoreros, cloaca del tiempo.
De Hipodamia fui el cándido centauro que peinó su espuma
y rezumé savia al devolver la sonrisa a la salamandra.
De Eros obtuve progenie en buenas lides y cumplida alianza;
de Tánatos, la quiescencia que premia entregarse a las esencias.