Otra noche de silencio en la fosa que trinchera fuera.
Otra lluviosa noche de espanto enterrado en el cieno sanguinolento,
con la frente en las rodillas, las manos colgadas del fusil,
los párpados entornados para no ver la mirada de los que cayeron hoy.
Una palmadita en la espalda, un apretón de manos,
y el padre envía al hijo al gran matadero de la Historia
en su lugar, de juventud exuberante a pasto de gusanos.
La madre consiente, evoca los alaridos del parto,
y en su mente se retira a ensayar el plañir
para no desentonar cuando llegue el fúnebre emisario.
Latente despojo macilento, al hambre no atiendo,
se la llevó el miedo antes de que a éste se lo llevara el aire fétido
que circula por los costurones de este erebo del fingimiento.
En este agujero el horror se hizo banal como calar la bayoneta a ciegas
antes de hacerse jirones en la siguiente alambrada,
mientras en otro inmundo, en casa, apuraban con las sublimes gestas
de la república en armas jugosos melocotones desde la grada.
Otra noche más, acaso la última, en que solo deseo encontrar al alba
la bala inocente que me sepulte en esta zanja junto a mis camaradas.