La madurez es un armario polvoriento, un antro de decepción

donde zumban las moscas que afanosas borran las huellas de una juventud

remota, sin despueses, sin costumbres, que era gaviota distraída y franca,

y ahora pollo de corral que picotea lo que le echen sin reparar en gastos.

Aquellas interminables lengüetadas al helado tras el cual se ponía el sol,

que seguía siendo pequeño, más pequeño que una rubia,

aunque cercano, entrañable, cómplice eterno de mi rubor.

Caminar bajo la lluvia fina con los brazos extendidos, memoria viva,

calada de limbo clandestino, del rumor aún perceptible de la infancia,

del que sabe dar un sorbo al instante sin poner a nada ni a nadie en cursiva.

Aventura de una tarde haciendo de la prensa papirolas junto al río,

que flotasen a duras penas hasta el Peloponeso del otro pueblo

donde plegaba sus rodillas la de las soberbias coletas peinando su amorío.

Es esto la Seguridad Social toco retreta y todo hízose noche.

¡Bienvenido cotizante al mundo de los apóstatas del alma!

En adelante, tajo, nómina, copa, tábaco, condón y coche

sin remisión de pena, indulto o excedencia hasta el camposanto.

¡Bendita necedad juvenil inconsciente y sinvergüenza cuando del nombre

del ser solo es vestigio la firma el garabato del juez, doctor, notario o subsecretario!