Reinó Sileno en la corte de la molicie
sobre una tropa de baldragas ebrios, mórbidos, mullidos.
Androides decúbito supino atentos al sonajero galáctico,
entregados a la cría de lorzas, el derroche de semen y la sed eterna.
Perdidos la devoción a Marte y el lustre de la navaja,
sucumbieron a los ídolos indolentes del instinto
consintiendo ser poco más que nalga y almohada antes que mortaja.
No extraña la astucia del primer sátiro, ya premoriente guiñapo,
rodeado en su epílogo de fervientes parientes y derechohabientes,
entre otros parásitos, al testar en favor de Alcibíades, su fiel sapo.
Y fue ceniza, sin haber sido ascua, ventrílocuo de cuesco fácil
y lábil entraña que hubiera apurado sola las cortinas de Versalles
imponiendo intramuros la etiqueta de escafandra.
Mudó al punto el anuro beneficiario en paladín de titanes,
caudillo de atlantes, y alzose contra los estragos de la paz, el carnaval
y la cogorza perpetua de Urano y sus ya escurridas bacantes,
restaurando las virtudes tectónicas con la vesania de un vendaval.
Triunfante, se retiró a su charca natal a contemplar de su blasón
el motivo: el vuelo enigmático de la libélula al amanecer.